Jarilla, palabra con que los conquistadores españoles bautizaron al servicial coihue indígena, arbusto ramoso propio de las zonas montañosas del oeste argentino.
Muchos eran los beneficios terapéuticos que los pueblos originarios sabían extraer de este humilde arbusto de follaje oscuro, por eso lo consideraban en la categoría de “remedio universal”. De alto contenido de yodo y potasio, con jarilla curaban resfríos, parásitos, sabañones, cólicos, fiebres y hasta servía de repelente de las temidas vinchucas sudamericanas.
Las hojas son diminutas y muy resinosas y, cuando florecida, las ramas semejan abanicos perfumados. Por su gran inflamabilidad, la jarilla fue bocado predilecto durante siglos del horno de barro campesino, se lograba con ella rápidamente la temperatura adecuada mientras esparcía el exquisito olor característico de su combustión.
Todavía hoy, aunque mucho menos que en épocas de la Colonia, ya sea transitando las desoladas travesías de los llanos cuyanos, o internándose en los monásticos valles transversales cordilleranos, podemos encontrar “manchones” de jarillas dispuestas en grupos achaparrados y humildes. El criollo explica que la disposición de sus ramas y el lugar de la raíz donde se adhieren los líquenes indican al caminante los puntos cardinales.
Se dice que si llueve, y tenemos la dicha de caminar a campo abierto donde crece la jarilla, el perfume de sus hojas y la visión de sus flores serán un recuerdo que llevaremos por siempre en el corazón.
Autóctona, útil, servicial, bella, perfumada...
así es La Jarilla.